Este artículo se publicó por primera vez en la Red Superando el sida hace cuatro años, pero en realidad fue escrito hace más de 20 años, (formaba parte del proyecto de un libro que no se llegó a concluir).
El escrito intenta refrescar la memoria sobre algunos hechos históricos documentados, desconocidos por la mayoría del público, sobre aspectos médicos relevantes que fueron posteriormente tergiversados e ignorados en medio de la retórica alarmista, puesta en práctica por agentes del CDC, para impedir el imprescindible clima de reflexión y así acallar a los voces críticas que pedían calma y reflexión.
Un buen ejemplo de esta retórica alarmista puesta en marcha por el CDC es la frase, convenientemente difundida en los medios de comunicación, que formuló uno de sus eminentes oficiales: “Cuando tu casa arde no te paras a ver por qué arde, corres a apagar el fuego”. El problema es que llevamos tres décadas corriendo de un lado a otro como pollos sin cabeza y todavía no sabemos dónde está ese fuego que hay que apagar.
Es así como los miembros de una agencia estatal de salud, lejos de comportarse de un modo prudente y proceder a realizar una investigación como Dios manda, se convierten en auténticos agitadores, creando una ola de pánico, sin precedentes en la historia médica, a partir de unos hechos que no tienen nada particular cuando se examinan con atención.
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El Sida se origina en los EE UU a principios de la década de los 80, siendo imposible que pudiera originarse en ningún otro lugar del mundo, ¿Por qué? Porque sólo allí se daban las especiales circunstancias que hicieron posible ese disparate. Veamos estas circunstancias.
La década de los 70, una época especial
La década de los setenta en los EE UU fue un período especial en muchos sentidos, muchos lo viviríamos aquí en España cinco, diez o veinte años más tarde, fue una época de reivindicaciones y protestas, contra la guerra de Vietnam, contra la discriminación racial, etc., etc.; cayeron tabús e irrumpieron con fuerza ideas como el amor libre, el “haz el amor y no la guerra” y el no menos tópico “sexo, droga y rock and roll”, produciéndose una especie de revolución sexual. Se produjo también en esa época un espectacular aumento en el consumo de drogas, como la marihuana, el LSD, las anfetaminas, cocaína y más tarde el crack y la heroína. Pero sobre todo en los EE UU fue la época del movimiento gay. Vamos a centrarnos en esa importante comunidad, pues ningún episodio de aquella liberación fue más impresionante que la salida a plena luz de los diecisiete millones de hombres y mujeres de la comunidad homosexual americana, lo haremos siguiendo prácticamente al pié de la letra al escritor francés Dominique Lapierre, en su documentado libro “Mas grandes que el amor” (1).
El auge del movimiento homosexual
Según este escritor, a raíz de ciertos actos represivos y siguiendo las consignas de sus líderes, se produce, a comienzos de los setenta, una migración de homosexuales hacia las grandes ciudades como N. York, Los Ángeles, S. Francisco, Chicago, etc., pero fue San Francisco, ciudad de tradición tolerante, la ciudad que se convertiría en la capital gay, no sólo de los EE UU sino del mundo entero. En el mismo centro de esta ciudad, en el barrio de El Castro, se constituiría la primera colonia exclusivamente gay, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, allí un gay podía llevar una vida a plena luz, ir a cualquier sitio, al banco, al médico, de compras, etc., sin encontrar a nadie que no fuese gay. Había incluso sinagoga gay, templo protestante gay y sacerdote católico gay, que celebraban matrimonios gays. El “Día de la Liberación Gay” se reunían en San Francisco doscientas cincuenta mil personas, toda la América homosexual se daba cita allí, desde las “Taxistas Lesbianas de San Francisco”, hasta los “Cowboys gays de Nevada”, o los Indios Americanos Gays”, “Judíos Gays” o “Inválidos Gays”…
Una minoría “desmadrada”
Pero si bien la mayoría de los homosexuales americanos se mantenía dentro de la moderación, no puede decirse lo mismo de una “minoría desmadrada”. El Castro de San Francisco, nos cuenta Lapierre, se convirtió en un auténtico supermercado del sexo. El “último grito” del sexo liberado, tanto en San Francisco como en otras ciudades, lo constituyeron las llamadas “baths houses”, unos clubs especiales, con saunas, salas de baile, alcobas privadas, salones de orgías, etc., las había con piscina, con cámaras de torturas sadomasoquistas equipadas con toda suerte de utensilios. Los “Continental Baths” de N. York ofrecían un espectáculo permanente de “varietés” y en cuanto a la legendaria “Hot House” de San Francisco, podía acoger, en sus tres mil metros cuadrados y cuatro pisos, a varios cientos de clientes a la vez. Las “baths houses” se multiplicaron por todos los EE UU, sólo en San Francisco había una docena.
Lapierre cita en su libro una encuesta de 1975 del Instituto Kinsey, la cual revela que entre los gays que acudían a esto lugares, el 45% había tenido, en 12 meses, 500 compañeros sexuales, y el 25% más de 1000. Muchos gays revelaron haberse entendido con veinte o treinta compañeros en una sola velada. Diversas sustancias químicas, como los “poppers”, favorecían estos records en la cama.
He empleado la expresión “minoría desmadrada” para referirme a ese pequeño sector de la comunidad gay, (a los que Lapierre se refiere finamente como “afectados por una verdadera explosión de la líbido”), porque refleja con bastante propiedad la realidad, y se debe dejar claro que la inmensa mayoría de ese enorme colectivo de 17 millones queda fuera de toda duda, de la misma forma que el gran colectivo de los deportistas no tiene nada que ver con los problemas que aquejan a aquellos deportistas que se dopan. Se sabe que es en esa minoría de gays donde se van a producir, en los comienzos de lo que se llama sida, la práctica totalidad de las muertes. No me anima ninguna finalidad moralista ni pretendo cuestionar el legítimo derecho de las personas a relacionarse cómo y con quien ellas desean, pero tenemos el deber de hablar claro para todo el mundo, (cosa que no se hizo en el pasado, como nos confirma el Dr. Sonnabend).
Aquella minoría de gays estaban literalmente destruyéndose, con unos excesos y errores que estaban socavando su inmunidad. Combinaron durante años, lo supieran o no, toda una serie de factores debilitantes de la inmunidad, de hecho, las primeras víctimas del sida tenían todas un montón de antecedentes médicos de enorme interés. Y aquí, lo de sus relaciones sexuales, su naturaleza o su número, es en sí lo de menos, aunque fue después en lo único en que pareció insistirse, (aunque sólo fuera para mostrarnos el medio mediante el cual “contrajeron el virus”).
Los “poppers”
Pero detengámonos un momento en estas sustancias, cuyo uso llegó a alcanzar proporciones epidémicas a mediados de los 70 en los EE UU, unos años antes del nacimiento del sida. Como dato indicativo, el Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas informó que en 1979-1980 más de 5 millones de personas en los EE UU tomaron nitritos inhalados (“poppers”), al menos una vez a la semana (2).
El uso de “poppers” es algo que ha sido casi por entero exclusivo de los homosexuales. Son pequeños frascos, (al final se vendían ya por botellas), que contienen una mezcla de isobutil nitrito y otros sustancias químicas. Cuando se inhala, un poco antes del orgasmo, parece aumentar y prolongar la sensación placentera. Los “poppers” facilitan la penetración anal, aliviando la sensación dolorosa. Producen adición, al menos psicológica.
Los nitritos inhalables, (alquilnitritos, amilnitritos, butilnitritos), producen relajación de la musculatura lisa, (coo la existente en las arterias y arteriolas del corazón), es debido a esta razón por la que se han recetado para la angina de pecho y el dolor cardíaco, por la vasodilatación que producen, bien es cierto que a dosis muy inferiores que las usadas cuando se emplean como afrodisíacos. Entre otros efectos nocivos, (volveremos más adelante sobre estas sustancias), está el ser unos potentes agentes cancerígenos, íntimamente ligados con el sarcoma de Kaposi (3).
El escenario desde el punto de vista sanitario
Todos estos excesos tenían que reflejarse forzosamente en las estadísticas sanitarias y así, cita Lapierre en su libro, una estadística del Departamento de Salud de 1973 indicaba que 2/3 de los homosexuales habían sufrido, como mínimo, de alguna enfermedad venérea y, aunque los responsables de las mismas pertenecían a una minoría, producían entre el 50-60% de todos los casos de sífilis y blenorragia de los EE UU. En 1978 otra estadística señalaba que, en tres años, el número de hepatitis e infecciones intestinales se había duplicado. En 1980, el Departamento de Salud de San Francisco precisaba que entre el 60 y 70% de los homosexuales de S. Francisco estaban contaminados con el virus de la hepatitis B.
Pero entre los heterosexuales la cosa no andaba mejor. En 5 años, del 1971 a 1976, el número de casos de blenorragia prácticamente se duplicó, y sólo hablamos de los casos declarados. Con respecto a la sífilis, de 1960 a 1980 aumentó en un 300%.
Opiniones de médicos de aquella época ante este panorama
El Dr. Joseph Sonnabend, que sería pionero en el estudio del sida y que más tarde crearía y presidiría la Fundación Americana para la Investigación del Sida, está considerado uno de los mayores expertos de los EE UU en enfermedades infecciosas. En el año 1977, el Servicio de Sanidad de la ciudad de N. York le encargó de la enseñanza en su departamento de enfermedades venéreas. En el año 1979 abriría una consulta en pleno centro del barrio gay de N. York. En declaraciones hechas a Lapierre, recordando aquello, confiesa: “Era una locura, numerosos médicos se habían instalado en aquel sector particularmente expuesto. Cuidaban en cadena casos de blenorragia, de sífilis, de infecciones parasitarias. En aquella época los antibióticos eran la panacea. Con una o dos inyecciones de penicilina se curaba la sífilis. Y sólo costaba veinticinco o treinta dólares. No se hacía ninguna investigación profunda y la misma idea de investigación era totalmente ajena a los médicos. Lo más trágico era su negativa a hacer un papel educador con sus pacientes. La menor sugerencia, la menor advertencia sobre los peligros que les hacía correr su estilo de vida podía ser tomada por un juicio de moralidad. Era la mejor manera de perder la clientela. De todos modos, lo mismo si se trataba de médicos que luchaban sobre el terreno que de los responsables del Centro de Control de Enfermedades Infecciosas, en Atlanta, y del Departamento Federal de Salud, todo el mundo consideraba que era inútil, e incluso fútil, tratar de modificar el comportamiento de la población; que la única actitud realista era curarlos lo antes posible. Preferían decir a la gente: Continúen hundiéndose, nosotros nos ocuparemos de los daños”.
Sonnabend fue testigo aquellos años de finales de los 70 de cómo las infecciones venéreas clásicas deban paso a nuevas patologías, como por ejemplo, hepatitis víricas, erupciones gigantes de herpes genital, o infecciones de virus especialmente agresivos como el citomegalovirus, que atacaba los pulmones y el tubo digestivo. Pero era sobre todo el carácter repetitivo de esos problemas lo que al Dr. Sonnabend le parecía más grave. Algunos pacientes tenían historiales de 10 ó 15 blenorragias, otros padecían de herpes repetidos y otros vivían con los ganglios permanentemente inflamados. Según el Dr. Sonnabend, saltaba a la vista que el cuerpo humano no podía resistir tantos ataques sin que algo fallase, él estaba cada día más convencido de una cosa: el sistema inmune se estaba desmoronando.
Otro médico que por aquel entonces desempeñaba su trabajo en medio de una clientela donde predominaban los gays, era Joel Weisman, un médico internista de Los Ángeles. Weisman gozaba del favor de los gays porque él mismo lo era. Al igual que el Dr. Sonnabend, Weisman manifiesta haber atendido en aquella época, (a partir de 1977-78), a cada vez más hombres jóvenes que sufrían de fiebre muy alta, de sudores nocturnos, de diarreas, de toda clase de infecciones parasitarias y sobre todo de ganglios muy aumentados, como huevos de paloma, en el cuello, axilas e ingles. Había casos de mononucleosis, hepatitis, numerosos casos de herpes y bastantes infecciones venéreas. Él también curaba y callaba.
Reflexiones desde el punto de vista médico y del sentido común
Es de suponer que en aquellos tiempos centenares de médicos estuvieran presenciando en sus consultas decenas de casos similares. Pues bien, es en este medio, en esas circunstancias espaciotemporales, donde se va a producir el nacimiento de uno de los mitos más falaces y destructivos de toda la historia de la medicina: el Sida, pero el Sida “moderno”, el que conocemos hoy en día, ese que está causado supuestamente por un virus mutante y prodigioso, porque lo que es el sida como inmunodeficiencia adquirida, a secas, ya era conocido desde mucho tiempo antes y se venía dando desde hacía décadas en los EE UU y en cualquier parte. Este viejo sida, ni siquiera deberíamos referirnos a él en singular, sino en plural, pues había muchos, así por ejemplo:
- El sida de los desnutridos, el que siempre ha existido en zonas como África, el sida del hambre, las guerras y la pobreza.
- El sida de los alcohólicos, el alcohólico, como es sabido, es un inmunodeficiente por varias razones: porque su hábito conlleva una desnutrición crónica, con carencia de ciertos nutrientes necesarios para la formación y maduración de los leucocitos (células de la inmunidad).
- El sida de los que reciben derivados sanguíneos periódicamente, como es el caso de los hemofílicos, enfermedad de pronóstico muy severo hace más de 20 años, cuyo horizonte de vida ha aumentado considerablemente tras la introducción de derivados sanguíneos purificados.
- El sida de los toxicómanos: el de los heroinómanos, el de los consumidores habituales de cocaína, el de los consumidores de crack, etc.
- El sida de los recién nacidos de madres con habituación a drogas, desde madres adictas a la heroína, a la cocaína, los “niños del crack”, etc.
- Los sidas debidos a ciertos medicamentos, como los citostáticos o fármacos de quimioterapia del cáncer, el consumo prolongado de corticoides o el consumo intensivo de antibióticos.
- Etc., etc.
Todos ellos son sidas, bien es cierto que reversibles y curables en la mayoría de los casos, siempre que no lleguemos a un punto de no retorno por la prolongación en el tiempo, su intensificación o la combinación de varias causas juntas.
Estas patologías se irían agravando, apareciendo procesos aún más serios todavía, que denotarían una claudicación total del sistema inmune, todo ello en los años siguientes, se empezaría entonces a hablar del sida, para acabar finalmente atribuyéndosele todo el mal a una especie de virus “Rambo”, al que le serían atribuidas unas propiedades totalmente fuera de lo común, un hipotético ente, jamás visto, el “virus VIH”.
Aunque analizaremos los elementos más relevantes que dieron como resultado la actual visión del virus del sida, se perfila ya con claridad, para todo aquel que tenga dos dedos de frente, una cuestión: ¿Es necesario un virus prodigioso para explicar el derrumbamiento del sistema inmune con este panorama? Todavía más: ¿Cabe esperar que alguien puede mantenerse sano de esta forma? Se nos pintaría después esta situación de otra forma, la de unas personas que estaban “sanas” y tuvieron la “mala pata” de pillar por ahí un virus letal, como el que pilla una gripe o unas ladillas. No hay nada más falso, como veremos.
Pero la idea de un virus del sida para explicar todas estas enfermedades y muertes fue en su día muy bien aceptada por la mayoría de los líderes gays. Por otro lado, un virus igualitario afectando a todo el mundo parecía ser en aquel momento una salida “políticamente correcta”, que evita la toma en consideración de la propia responsabilidad y el papel que las personas jugamos en nuestra salud.
El problema de la inmunodeficiencia dentro de su contexto histórico
Los usuarios asiduos de las “baths houses”, con su politoxicomanía en muchos casos, su promiscuidad favorecida por “poppers”, que entrañaba toda una colección de infecciones, (que iban a precisar del correspondiente uso de antibióticos), no presentaban en realidad ningún nuevo sida, sino el de siempre, sólo que con un grado e intensidad mucho mayor, como corresponde a una mayor intensificación de las causas que lo originaban. Quizás fuera esa una de las causas por las que durante años no se realizó ninguna investigación médica profunda, como señaló Sonnabend, a pesar de la amplitud del problema. Hay que esperar a que se empiecen a presentar casos que ya demuestran un desmoronamiento del sistema inmune para que se empiece a dirigir la atención de los investigadores hacia lo que estaba pasando.
La década de los 70 en los EE UU representa un auge, sin precedentes en la historia médica, de ciertos factores inmunodebilitantes, conocidos la mayoría de ellos por la medicina desde hacía muchos años. El hecho de que algunos de estos factores fueran factores médicos, (antibióticos, por ejemplo), explica también la poca importancia concedida a los mismos en los textos de medicina. Los médicos tradicionalmente hemos sido siempre muy poco críticos con los daños que nosotros mismos provocamos. Y cuando se empiece a hacer una investigación un poco más profunda del fenómeno que años más tarde acabará conociéndose como sida, no será esta, como tendremos ocasión de comprobar con escandalosa claridad, una investigación marcada por la objetividad que debe presidir toda investigación, sino que será una investigación marcada por el sensacionalismo y ¿Cómo no? Por los intereses.
¿A quién le puede interesar encontrar una causa infecciosa para el sida? Pues a los que viven de las enfermedades infecciosas, por lo que no debemos extrañarnos cuando veamos que el CDC, Centro para el Control de las Enfermedades Infecciosas de Atlanta, juegan un papel destacado y determinante desde el primer momento, manipulando los datos de un modo descarado a favor de una causa infecciosa viral. Paralelamente, ¿A quién le pueden interesar los virus? Pues a los virólogos que viven de ellos y después de la fracasada búsqueda de la vacuna del cáncer de los años 70, estos, que habían sido quienes habían acaparado los cuantiosos fondos federales para esa investigación, no sólo no veían un dólar, sino que había un ejército de ellos en situación de disponibilidad, llamémosle paro. Uno de estos “cazadores de virus”, (expresión del Dr Duesberg para referirse a los virólogos), como veremos, jugaría un papel clave en todo este asunto, el influyente y nada escrupuloso Robert Gallo.
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(1) Dominique Lapierre, “Más grandes que el amor”, edit. Planeta/Seix Barral, 1993. Este libro, aunque está escrito desde la perspectiva de un escritor que nunca dudó de la validez del planteamiento oficial del Sida, contiene los testimonios de todas aquellas personas que jugaron un papel relevante en la construcción del mito, salvo indicación expresa en contra proceden de este libro la mayoría de las declaraciones de médicos y personajes que se citan en este artículo.
(2) Duesberg, Peter, “Sida adquirido por consumo de drogas y otros factores de riesgo no contagiosos”, Rev. Medicina Holística, núm 33-34, pág. 179.
(3) John Lauritsen, “Poppers and AIDS”, New York Native, 12 agosto 1985.
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